Privilegio es:
a)
El nombre del nuevo perfume
de Antonio Banderas
b)
Algo que la primera dama de
Chile piensa que tendrá que compartir
c)
El titulo de mi próxima
novela
d)
Todas las anteriores
Privilegio, por cierto, se ha convertido
en una palabra sucia en el último tiempo, un insulto lanzado de Santiago a
Jaipur a cualquiera que tenga un techo sobre su cabeza, agua potable y haya
leído en su vida algo que vaya mas allá de 50 Sombras de Grey.
A diferencia de lo que sucedía hasta hace
un tiempo, ahora nadie quiere parecer privilegiado. Nadie hace alarde de que
compró un helicóptero o que prepara su café todas las mañanas en una Nespresso
igual a la de George Clooney. Todo lo contrario, lo que se usa ahora es llorar
pobreza en público o, al menos en Twitter, donde la cadena de lamentos
financieros es interminable. No queda mas que ponerse a la cola.
Igual que tantas cosas que aprendí en mi
niñez y adolescencia, supe por primera vez de privilegios frente a una pantalla
de televisión. Eran los ’70, y “Muchacha Italiana viene a Casarse” era la
teleserie del momento, una producción mexicana protagonizada por Angélica María
y Ricardo Blume.
Salvo el inevitable romance entre una
mujer pobre y un hombre rico- el pan de cada día de las teleseries
latinoamericanas de la época-, “Muchacha Italiana...” fue radical en su manera
de dar vuelta completamente el universo geo político y social que todos
conocíamos. El personaje pobre e inmigrante venia de Europa a México, no al revés,
y los mexicanos vivían como europeos, en unas casonas repletas de antigüedades
y sirvientes, tratando al resto como si la esclavitud fuera legal.
Aparte de Angélica María como Valeria Donatti,
la italiana en busca de marido, y Ricardo Blume como Juan Francisco de Castro,
el heredero mexicano romántico y atormentado, hubo otros dos personajes que
quedaron para siempre guardados en mi memoria, ambos parte del clan de “los de
Castro”: la abuela Mercedes de Castro, una matriarca del terror vestida de
negro y armada con bastón que usaba como garrote, y “la loca Helena”,
desquiciada asesina que, cuchillo en mano, repetía en cada capitulo que “los de
Castro no sabemos nada”.
Mis sueños de visitar algún día casas tan
deslumbrantes como la de los de Castro se hicieron realidad años mas tarde, cuando
comencé a trabajar como periodista de revistas “couché” primero en Chile y
luego en Nueva York. Reinaldo Herrera me recibió en el salón color frambuesa
del townhouse que comparte con su mujer Carolina Herrera, en el Upper East
Side. Una tarde tomé vodka & tonics en goblets de plata con el joyero
Kenneth Jay Lane en una habitación repleta de libros y pinturas en uno de los
edificios más hermosos de Park Avenue. Nan Kempner me concedió una entrevista
en la salita de su casa, decorada con docenas de chimpancés de porcelana en
trajes de lacayo del siglo 18. Y la multimillonaria Susan Guttfreund me recibió
en un palacete con vistas al Central Park, no muy lejos del departamento de
Leonard Lauder, donde bebí cocktails rodeado de Braques y Picassos, en una
habitación verde que algún día perteneció a Consuelo Vanderbilt.
Cualquiera que me conozca sabrá que no
tengo ningún problema con la idea del privilegio. Si fuera por mi, viviría una
de esas fiestas de alta sociedad de los musicales de los años 40, con Frad
Astaire y Ginger Rogers en la pista de baile y Gary Cooper apoyado en una
columna fumando y vestido en smoking.
Pero el privilegio que siempre me fascinó
no tenia que ver solo con dinero, sino con viajes a lugares exóticos,
bellísimas pinturas, bibliotecas repletas de libros y con una gran chimenea,
conversaciones educadas e interesantes, y, sobre todo, con cierta civilidad y
elegancia de pensar. El privilegio de una discusión entre William F. Buckley y
Gore Vidal. El privilegio de Lee Radziwill almorzando con Truman Capote en The
Colony. El privilegio de Marella y Gianni Agnelli cuidando cada detalle de sus
preciosas casas, cada árbol, cada puerta, cada sábana. El privilegio de los
Kennedy jugando rugby en familia en los jardines de Hyannis Port.
En algún momento, quién sabe por qué, el
privilegio comenzó a desligarse de cualquier responsabilidad que pudiera haber
tenido en el pasado. Ser hizo egoísta y vulgar. Se hizo Trump. Se hizo
Kardashian. Se convirtió en una conversación constante de dinero, quién lo
tiene y quién no, que cuánto cuesta esto o el otro, que quién tiene la casa más
grande, el auto más caro, la reja más alta.
Poder cerrar los ojos y los oídos a esa conversación
absurda es, si me preguntan a mi, un verdadero privilegio.